jueves, 19 de enero de 2012

El señor W.

El salón, bastante amplio, estaba decorado con muebles antiguos y un par de vitrinas que contenían figuras de marfil. El viejo señor W. se había sentado en un amplio sillón de color azul cobalto. Era un hombre de estatura más bien baja y rostro afilado cruzado por un gran bigote blanco. Apoyaba la cabeza sobre un par de cojines pequeños, uno de los cuales se caía detrás del sofá cada vez que la movía. Me levanté varias veces a recogerlo.

Cuando nos sentamos a charlar ya había anochecido y la luz de las lámparas se perdía entre la lana de las alfombras y el frente de madera que enmarcaba la chimenea.

El señor W. tenía una expresión amable y orgullosa a la vez. Me pareció uno de esos hombres que, bajo la seguridad que confiere el saberse dueño de un fuerte encanto personal, escondía un carácter duro y difícil. Su encanto de hombre anciano, viajado y repleto de experiencias quedaba subrayado por un no disimulado acento francés. Tuve la impresión, no sólo de que no había querido perderlo nunca, sino de que lo había conservado con el mismo esmero con el que conservaba su colección de figuras de marfil.

El señor W. había sido anticuario y, aunque siempre me han gustado las antigüedades, los muebles, las figuras de marfil y las tallas que había por la casa no me atraían especialmente. El conjunto, sin embargo, daba a la habitación, como al propio señor W., un cierto encanto, una especie de difícil equilibrio entre el sueño de los viejos materiales y el orgullo de lo exclusivo, esa suerte de lujosa displicencia del que apunta su valor a base de una estudiada humildad.

Me sentía a gusto charlando con el señor W. La señora W., una mujer simpática, cuyo aire despistado despedía un hálito sensual como consecuencia, creo, de sus pechos inmensos y bamboleantes y unas enormes y redondas caderas, se había ido a la cocina buscando unas gafas que no encontraba. V y D, dos de los hijos, todos varones, del matrimonio, estaban en algún lugar de la casa. D recababa algunos objetos para trasladarlos al piso que acababa de alquilar y V se había ido a dormir un rato.

La noche anterior, la noche en la que yo había llegado a Barcelona, V había hecho una fiesta. El día siguiente, ese día, lo habíamos pasado en compañía de unos amigos suyos paseando por el barrio gótico y se sentía agotado. Así fue como yo me senté a solas con el señor W. esperando con expectación las entradas esporádicas de D en el salón. Y, es que D me había producido una fuerte atracción desde el mismo momento en que, recién llegada a la casa, fuimos presentados.

D no era un hombre al que pudiéramos calificar como guapo. Ni siquiera tenía una de esas estaturas que pueden llegar a suplir, en los hombres, la belleza de los rasgos. Tenía, eso sí, unos ojos de expresión divertida, una mirada irónica realzada por sus labios severos y el riguroso clasicismo de su ropa.

El señor W. comenzó a hablar de los hombres y de las mujeres. Me preguntó si tenía novio. Me preguntó a continuación que porqué no lo tenía para, a renglón seguido, lanzar alguna elucubración sobre las crecientes dificultades de las relaciones de pareja. Me contó que durante su juventud había sido jugador de fútbol en Bélgica, su país de origen. Por eso, me explicó, tenía esa cojera en la que sin duda me habría fijado.

Me contó que había sido un hombre atractivo, objeto del interés de las mujeres, de muchas y hermosas mujeres que tenían la mala costumbre de presentarse en el estupendo restaurante parisino que frecuentaba por aquel entonces donde siempre tenía mesa reservada. Aquellas hermosas mujeres, llevadas por su interés hacia aquel joven tan atractivo, llegaban incluso a sentarse en esa mesa sin ser invitadas, de manera que el joven señor W. llegó incluso a dar instrucciones al maitre para que las impidiera llegar hasta ella.

El señor W. me contó que nunca quiso casarse, aunque no me contó cómo llegó a hacerlo. Me informó de que las relaciones perfectas no existen, como no existen tampoco las personas perfectas ni, desde luego, la pareja, hombre o mujer, perfecta. Pensé automáticamente en las redondas caderas de la señora W., en sus labios despistados. Que las mujeres no son perfectas, continuó el señor W., lo demostraba el hecho de que, tras la primera noche, a la mañana siguiente, se podía llegar incluso a percibir en ellas un leve, levísimo, olor a pies. “Tú, me dijo, habrás experimentado esa sensación seguramente con los hombres con los que, sin duda, ya te habrás acostado”.

Sonreí, D acaba de entrar en el salón. Me pregunté si habría heredado el fino olfato de su padre y si, también él, sería capaz de percibir ese levísimo olor a pies que acababa de ser conjurado. Se sentó a mi lado y me mostró un pequeño cilindro de plata. En su interior contenía las tablas de la ley mosaica que, me explicó, los judíos acostumbran a colocar inclinado sobre la puerta de entrada de las casas. El cilindro tenía el suavísimo y frío tacto de los metales bien pulidos.

El señor W. continuó su charla cuando D salió del salón. Sí, la relación perfecta no existe. Hay que renunciar a muchas cosas, a muchas tentaciones, demasiadas, sobre todo porque si tú no lo haces tu pareja puede encontrar una excusa para caer en las suyas propias y eso no le gusta a nadie.

Hablaba con la cabeza sobre los pequeños cojines, pero, más que apoyarla, lograba, gracias a ellos, inclinarla en un ángulo arrogante. De repente levantó del suelo una pierna, me informó que dolorida, y la dobló apoyando el pie sobre el extremo de la mesa de centro que teníamos delante.

Él, desde luego, había sido joven y, suponía que como yo, había experimentado momentos de plenitud. Le gustaba, me decía, charlar con gente joven. De hecho, pensaba el señor W., tenía un cierto atractivo para ella. “Te voy a contar, dijo, una cosa que no sabe nadie, así que guárdame el secreto".

“Durante los últimos años que tuve la tienda de Cadaqués, local que aún conservo, entró en ella un día una japonesita, una de esas que parecen porcelanas. Tendría unos 25 años. Se sentó en un sofá que había y se puso a hablar conmigo. Al cabo de un rato se estiró sobre el sofá y se descalzó. Yo no sabía qué hacer con aquella preciosa japonesita. No sabía como quitármela de en medio”.

Casi no pude evitar que se me escapara un agrio “lo más fácil hubiera sido romper la porcelana, señor W.”. Cerré a tiempo los labios en una sonrisa que dirigí a la señora W. que en ese momento entraba en el salón con las gafas al fin encontradas para sentarse en el sofá.

La miré con más detenimiento de lo que lo había hecho antes. Tal vez su boca fuera despistada, pero sus ojos no acompañaban esa sensación. Recordé una foto en la que me había fijado por la mañana. La señora W., tal vez quince años atrás, rodeada por sus cuatro hijos y su marido. Los hijos muy jóvenes, casi niños, miraban al objetivo y un señor W. ya muy maduro, tocado con una gorra blanca que le cruzaba la frente en paralelo al bigote ya blanco también, clavaba su mirada orgullosa en el objetivo de la cámara. La señora W. era la única del grupo que había desviado la suya.

D entró de nuevo en el salón. Era un hombre atractivo, de eso no había duda. Un hombre de ojos encantadores y boca severa. Se despidió de sus padres con un gesto de la mano y se despidió de mí con un cálido abrazo que me hizo sentir bien hasta que, de repende, volví a presuntarme si D tendría el mismo fino olfato de su padre. Me zafé del abrazo, suavemente pero con rapidez. La cercanía me asustó.

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